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Teneria había sido durante mucho tiempo un lugar pacífico, conocido por su prosperidad y envidiado por ese motivo por las naciones vecinas. Un reino amplio, cuya parte sur veía su fin en la costa de un mar tranquilo, ideal para el viaje y que procuraba grandes beneficios comerciales a los ciudadanos de Murenia, la capital, situada río arriba en uno de los ríos más caudalosos y anchos del continente. Este era navegable hasta bastante más allá de pasar la capital del reino, por lo que se podían transportar sin problemas mercancías río arriba para llevar las preciadas especias recibidas de lugares lejanos a las gentes del interior, y llevar río abajo las manufacturas de fabricación exquisita que realizaban las gentes del norte, famosos por sus tallas y esculturas. Una posición ideal, pues, hacía de la capital del reino un lugar rico y opulento en el que había habido grandes desigualdades, hasta que la bonanza establecida en la región contribuyó a que estas se fuesen mermando cada vez más.
Teneria había sido durante mucho tiempo un lugar pacífico, conocido por su prosperidad y envidiado por ese motivo por las naciones vecinas. Un reino amplio, cuya parte sur veía su fin en la costa de un mar tranquilo, ideal para el viaje y que procuraba grandes beneficios comerciales a los ciudadanos de Murenia, la capital, situada río arriba en uno de los ríos más caudalosos y anchos del continente. Este era navegable hasta bastante más allá de pasar la capital del reino, por lo que se podían transportar sin problemas mercancías río arriba para llevar las preciadas especias recibidas de lugares lejanos a las gentes del interior, y llevar río abajo las manufacturas de fabricación exquisita que realizaban las gentes del norte, famosos por sus tallas y esculturas. Una posición ideal, pues, hacía de la capital del reino un lugar rico y opulento en el que había habido grandes desigualdades, hasta que la bonanza establecida en la región contribuyó a que estas se fuesen mermando cada vez más.
Unos
achacaban esta situación al piadoso gobierno del rey Finis III, a quien se
consideraba un rey benévolo pero justo, y otros al favor de los dioses, quienes
sin duda debían de estar enamorados de los habitantes del reino, y por eso les
regalaban toda esa felicidad y prosperidad: había habido la suerte de que jamás
se produjo una mala cosecha o una epidemia en muchos años, tantos, que los
ancianos recordaban esos desastres como algo que había quedado atrás cuando
dejaron la infancia. Un lugar idílico al que llegaban inmigrantes
continuamente, fuesen gruesos comerciantes con la única intención en mente de
seguir engordando en sus palacetes costeros, o familias pobres buscando un
lugar mejor para sus hijos. Las gentes de Teneria, con la amabilidad que les
caracterizaba, nunca perdían la sonrisa al acoger bajo su techo por el tiempo
que fuese necesario a todo aquel que quisiera ganarse un sueldo ayudando en las
tareas del campo, del mar o entre los artesanos, hasta que reuniesen el dinero
suficiente como para poder comprar su nuevo hogar. A menos que alguien
incumpliese la ley: en ese entonces, no habría ni agua para el infractor, pues
era la opinión común que su buen nivel de vida se debía, en parte, al cumplimiento
de un código legal estricto pero justo, herencia de tiempos pasados, cuyas
condenas escalaban en dureza según aumentaba la gravedad del delito.
De
la seguridad y de hacer cumplir la ley se encargaba la Guardia Urbana, una
fuerza formada por hombres y mujeres que sentían tanto amor por sus ciudades
que dedicaban su vida a mantenerlas libres de maleantes y al servicio de los
ciudadanos, ayudándolos de ser necesario. En las zonas rurales los encargados
de velar por el orden eran pequeñas patrullas pagadas por los alcaldes, los
jefes de las pequeñas regiones en que se divide Teneria. Estos responden ante
el rey en persona cuando les hace llamar a informar de cómo está afectando a
los súbditos y ciudadanos de cada región la administración a su cargo, y si llegaban
a él las quejas de muchos de los habitantes de una determinada zona no era raro
que el rey o sus consejeros diesen la orden de investigar si las quejas tenían
fundamento, y de ser así, la destitución de ese alcalde sería inmediata.
Siempre hay algún perturbador en el paraíso que no busca más que su beneficio.
Esta
protección a nivel local y un ejército bien formado y pertrechado —algo que la
dinastía Lebila siempre consideró un pilar fundamental de su éxito en las
campañas militares llevadas a cabo durante su reinado, en defensa generalmente,
pues la expansión es costosa y no siempre agradecida—, mantenían a raya los
deseos de las naciones vecinas de obtener territorio tenerino por el miedo a
una humillante derrota a manos de un adversario que defiende su tierra con
soldados y armamento de mejor calidad, y la posible deserción de tropas o
incluso regiones al bando vencedor, que seguramente sería capaz de defenderlos adecuadamente,
y no como los ineptos que les gobernaban, era el pensamiento que quitaba el
sueño a los enemigos de Teneria cada vez que se les pasaba la idea por la
cabeza. Sin embargo, ninguna nación está completamente inmunizada al
subterfugio y la traición. Los reinos vecinos, buscando desestabilizar el poder
de su enemigo, y así tener una oportunidad de realizar una invasión que
terminase de modo satisfactorio, empezaron
a fomentar la secesión entre algunos nobles de las regiones del oeste.
Con
palabras envenenadas vertidas en oídos dispuestos a beber ávidos de esa ponzoña
lograron convencer a algunos nobles y alcaldes de iniciar una rebelión en
cuanto estuviesen listos y pudiesen legitimar el porqué de la revuelta: las
promesas de un reino propio independiente o de incluso gobernar desde Murenia
volaban, el oro de las lejanas minas de Myrtall y las gemas de la isla de
Phobys brillaban en los ojos ambiciosos de aquellos lo suficientemente poco
escrupulosos para permanecer con la lealtad donde debía. Falsos aliados,
fingiendo preocupación por los súbditos sin duda mutilados en su libertad por
un rey corrupto y opresor cuya benevolencia no era más que una fachada para
ocultar su depravación, esperando poder ayudar a aquellos que liberarían a sus
compatriotas de semejante calamidad para los tenerinos, siempre con el bien
común en mente, esperando, como hace el depredador con su presa, a que se
encuentre lo suficientemente débil para asestarle el golpe final. No
necesitaban tampoco esforzarse mucho en convencerlos: para el que desea
escuchar lo que quiere, hasta el zumbar de una mosca es un sí. Nobles del oeste irían a la guerra pagando a alcaldes más
interesados en disfrutar del oro y el lujo que en conservar la cabeza sobre su
hombros, cegados por las promesas y las palabras vanas, para guiar a sus
conciudadanos a una lucha sin sentido, sólo por el beneficio de otros
disfrazado del propio. Marionetas incapaces de ver los hilos que mueven a los
títeres que los manejan.
Un
motivo de fricción entre las naciones siempre había sido la religión. A Teneria
siempre se le había acusado de herejía por mantener una divinidad autóctona
entre el panteón de los Benditos. Las naciones de los alrededores clamaban por
la supresión de ese culto, mientras que la posición de los reyes tenerinos
representaba la voz de su pueblo: cada uno rinde sacrificios y libaciones a la
divinidad que considera su protectora, no a la que los demás lo hagan, y no
iban a privar a sus súbditos de la protección del dios de sus ancestros. Esta
polémica divinidad era una de las más queridas, y también temidas, por los
habitantes del reino, pues era aquella asociada a algo que afecta a todos y
cada uno de nosotros: el sufrimiento. Al poderoso Kurf’n se dirigían las
plegarias de aquellos que buscaban alejar de sí la mala suerte y el dolor que
trae consigo, el sufrimiento físico o psicológico que pueden provocar las
situaciones que cada día vive uno. Por supuesto, con el paso del tiempo a esta
divinidad le fueron otorgados también otros ámbitos y roles, y así pasó a ser
una divinidad pluriempleada: patrón de guerreros, reduciendo el dolor que
recibe su devoto y aumentando el que inflige al enemigo; quien trae a los niños
al mundo con el dolor del parto; el señor de las cuitas amorosas, pues tanto en
el amor como en el desamor, siempre hay preocupaciones, sea por los
sentimientos del otro, por su bienestar, por los rivales...; el que trae la
muerte, y así pone fin al dolor del enfermo y del malherido; y otras muchas
funciones relacionadas con el padecer y sufrir, y cualquier elemento ligado a
ello.
El
hecho de que se considerase una divinidad más en el panteón a un ente patrón de
algo tan negativo no podía permitirse, en la opinión de los reinos colindantes,
y se tachaba de herejía o superstición primitiva, pues era intolerable que al
lado de uno de los Benditos se sentase un dios que tuviera tan sucias las
manos. Estas ideas fueron calando sobre todo entre la población del oeste del
reino, lugar de importante paso de comerciantes y viajeros e interrelación con
gentes de otros países y culturas. No fue de extrañar que cuando esos nobles y
alcaldes a los que los reinos enemigos envalentonaban a sublevarse,
asegurándoles que les apoyarían con refuerzos y recursos y todo lo que
quisieran, se alzaron en armas, la razón que decía que les impulsaba era que
había que evolucionar y dejar atrás aquello que los separaba de sus hermanos
vecinos, es decir, el culto a Kurf’n. Entre sus filas había tanto gente
convencida de esto, como indecisos, como aquellos que sólo se escudaban en esta
excusa para sus verdaderos propósitos. El momento de su rebelión se produjo
después del funeral del rey, el cual se hizo siguiendo los ritos de los Ocho
Supremos, otro de los epítetos de las divinidades incluida la considerada
herética y cuando parecía que la fuerza del gobierno podía estar más
desequilibrada y por lo tanto reaccionar más tardía y torpemente. El momento de
debilidad que tanto se había deseado. La inclusión del polémico culto en el
rito funerario del rey de todos los tenerinos fue hecha parecer como un ultraje
y puesta como excusa para la guerra. Y tras terminar de reunir la facción del
oeste un ejército engrosado en sus filas por mercenarios extranjeros, comenzó a
correr la sangre.
Ahora,
treinta años más tarde, un nigromante busca hacerse con el trono de Murenia y
someter no sólo este reino, sino todos los que se le pongan por delante. Se
encuentra en una vasta llanura, iluminada por la mortecina luz del ocaso, en la
que resuenan los ecos de una sangrienta batalla. Según camina, en su mente se
dibujan escenas de muerte y dolor, las que se imagina que vivieron los
contendientes, y no puede evitar esbozar una sonrisa. Su crueldad es producto
de su ambición, una que tiene grandes planes y sueños, hambre de gloria y
reconocimiento. De veneración. De terror. Mira a su alrededor: la hierba
crecida oculta cualquier indicio de lo que allí ocurrió, un verde mar de calma
que se mece al son del viento de poniente. De entre los árboles de un bosque no
muy lejano llega el sonido de pájaros llamando a sus congéneres ante la
inminencia de la noche, y por lo tanto, del peligro que suponen los
depredadores nocturnos también. Un sencillo pero solemne monumento es la única
muestra de la influencia de la mano humana que se puede apreciar en ese
paisaje.
Esa
noche, piensa, se hará historia, y los cronistas narrarán cómo fue ese ocaso el
último de una era pasada, aquella que él mismo iba a cerrar. Comienza el
ritual: dibuja en el suelo símbolos permitidos no para gente como él, lanza al
aire los ingredientes del conjuro mientras recita las palabras malditas que no
se consienten a nadie, y de esa forma el
hechizo de resurrección en masa comienza a tomar forma. Él no tenía forma de
saber en qué lugar exacto se sitúan los cadáveres que quiere reanimar, pero no
le importa. Sabe que responderán al llamado, pues así lo dicen los antiguos tomos
que robó de la biblioteca oculta del colegio de magos en que aprendió. Sabe
también que quedará agotado por ese hechizo, y que pasarán años antes de que
pueda volver a realizarlo, así que no puede fallar pues no tendrá otra
oportunidad, al menos no en mucho tiempo. El tiempo pasa, y comienzan a notarse
los efectos del conjuro. Primero fue un murmullo, después sonidos parecidos a
los de arañazos, y finalmente, manos gélidas emergiendo de la tierra como si
fuesen una sórdida y cruel parodia de las bellas flores que crecen a su
alrededor: los primeros zombis hacen su aparición. Su convocador sonríe de
oreja a oreja mientras ve el espectáculo de resurgidos que se le ofrece. Son
muchos, muchísimos, y todos a su servicio. Las palabras no cesan de salir en su
oscura retahíla, ni tampoco se terminan los gestos, nada puede fallar, o la
fuerza será menor que la necesaria. Los quiere a todos.
Horas
después, el ritual ha terminado. El nigromante, exhausto, está sentado en una
piedra, iluminado por el fuego de su campamento, mientras examina su ejército:
cientos de no muertos se ordenan por bloques, formados para la batalla,
siguiendo el recuerdo de lo que algún día hicieron, como macabros e incansables
títeres listos para la acción. No puede creer la suerte que ha tenido al
realizar un hechizo tan complejo correctamente, y, ufano, se dice a sí mismo de
que debe ser por mediación del destino, que un complejísimo plan cósmico es
quien guía sus pasos y su fortuna y le augura un éxito atroz. Esa noche será la
primera que duerma completamente feliz desde hace mucho tiempo. La noche de su
nueva era. Aquella que comenzará tan pronto inicie su marcha hacia Murenia:
debe estar preparado, pues hay unos cuantos días de por medio entre él y su
objetivo, y en cuanto cruce las primeras aldeas con su ejército las noticias
correrán como la pólvora, llegando a la capital en cualquier momento. Pronto,
todos temblarán ante la mención de su nombre.
Se
dice que por fin será diferente. El deshonor que causó su padre a su familia al
desertar en el momento cumbre de la guerra será olvidado cuando conquiste el
reino. Demostrará que no es un cobarde que no sabe cuál es su lugar en el
mundo. Estuvo escuchando los cuentos de su padre durante años, sus excusas,
sobre cómo es que sobrevivió a la batalla cuando tantísimos otros no lo
hicieron. Soltó un suspiro. “Seguro que en cuanto empezó el combate fue a
esconderse entre esos árboles de allí y no se hizo el muerto mientras sus
compañeros caían de la milagrosa forma que cantaban las canciones y como él corroboraba”,
pensó. No podría sentir más orgullo de sí mismo al contemplar su magnífica
obra, esperando frente a él sus próximas órdenes. Restauraría el valor de su
apellido en su pueblo natal cuando se supiera que el hijo del que huyó de la
guerra era quien les gobernaba ahora, y no otro. Todas aquellas voces que lo
habían tratado con desprecio durante su infancia, y que tanto se rieron cuando
se marchó a aprender magia a un lugar tan remoto, se quedarán trabadas en sus
gargantas cuando vuelva victorioso al pueblo que lo vio nacer y lo borre de la
faz de la tierra si no le suplican clemencia. “Lo más difícil ya ha pasado -se
dice mientras se duerme-, ahora sólo queda recoger los frutos”.
En
una posada, en un pueblo no muy lejos de Murenia, los parroquianos beben
tranquilos mientras la bardo local canta una alegre historia sobre un
legendario aventurero. En las mesas, hombres, mujeres y niños comparten la cena
mientras en uno de los lados un chispeante fuego procura que la temperatura en
la estancia sea la adecuada para ser agradable. El joven camarero, objeto de
inspiración y novio de la recitante, lleva a esta una jarra de cerveza fría
cuando termina su canción entre los aplausos y los gritos de entusiasmo de los
niños, que juegan a imitar los sucesos que narra el cuento, una vez se sienta
en la mesa con los demás aldeanos para disfrutar de la cena tras dejar su laúd
a un lado. Acto seguido, se dirige a tomar nota del pedido de un misterioso
encapuchado, sentado en una de las mesas pequeñas al fondo del local. Al
quitarse el manto de viaje, el chico lo reconoce como un hombre que se acerca
de vez en cuando a ese pueblo a vender algo de carne que caza o a que le repare
algo el herrero local. Se pregunta cuál será su historia, por qué no se
instalará en el pueblo: todos podrían ayudarle a construir una casa para vivir
en ella, aunque como aparece cada varios meses quizá sea porque no viviría en
ella. ¿Será solamente un cazador? ¿O esconderá algún oscuro pasado?
Con
todas estas preguntas en la cabeza y fantaseando con la posibilidad de que se
lo fuese a llevar como su príncipe un misterioso hombre empleado por algún rey
de algún reino lejano, que cada varios meses se acerca a una población para
obtener algo de dinero con el que subsistir, mientras se asegura de que el hijo
perdido de su rey está a salvo, el joven siguió llevando los platos de comida a
las mesas según se requería, mientras avanzaba la noche. No es que no quisiera
a su “pichurrina”, se decía, pero una vida de aventuras pasando de huérfano a
príncipe es una vida de aventuras pasando de huérfano a príncipe, una vida como
la de las canciones, una pequeña esperanza de no tener un aburrido y trabajoso
futuro como el que es su presente. Cuando ya se habían marchado varias
personas, a los restantes que quedaban aún en la posada de sobremesa les
sobresaltó la entrada de uno de los vecinos, visiblemente exaltado, que traía
un aviso:
—
¡No-muertos! ¡Se acerca un ejército de no-muertos desde el oeste! ¡Desde la
capital nos mandan soldados para evacuar! ¡Ya han arrasado dos aldeas en su
camino hacia aquí! ¡Debemos marcharnos!
Los
presentes se quedaron lívidos, sobre todo los pocos ancianos que se habían
quedado, unos por contar sus batallitas o jugar a las cartas, y otros que no
habían podido evitar rendirse al sueño tras la cena. El fuego de las lámparas
que les alumbraban titiló por un momento por una ráfaga de aire que entró por
la muerte, lo que magnificó el semblante de terror de los susodichos. “No otra
vez; lo que había ocurrido años atrás no debía repetirse.”, pensaban. Los
presentes se levantaron de un salto al oír las noticias, y empezaron a
marcharse a sus casas con la prisa del que teme por su vida. El camarero se
giró en busca de su misterioso protector en potencia. Sobre la mesa en la que
había servido descansaban las monedas necesarias para pagar su cena y su
bebida. Ni rastro del manto gris.
Nada
más oír la noticia, supo que tenía que ponerse en marcha. Debía saber algo más
acerca de ese ataque, algo en su interior le prometía un mal presentimiento
sobre todo aquello, y debía averiguar si sus temores tenían fundamento. Se
escabulló de la taberna tras dejar su pago en la mesa en dirección al
campamento de los soldados: en caso de evacuación, siempre se enviaba un
pequeño destacamento, para el que se montaba una tienda de mando, desde donde
se coordinaba toda la intervención. Allí encontraría lo que buscaba.
Tras
andar un poco llegó al lugar que buscaba, una gran tienda de campaña con los
colores de la bandera tenerina. Sigilosamente se acercó a la parte trasera y
con un pequeño cuchillo rasgó levemente la tela, lo suficiente como para poder
ver y escuchar lo que necesitase. Hasta él llegó la voz y la imagen de un
hombre, el capitán o el comandante, probablemente, dando las órdenes a sus
subordinados de mayor rango e informándolos con lo poco que se sabía.
—Debemos sacar a los habitantes de
esta aldea lo más rápido posible, antes de que esos monstruos lleguen, no
pueden morir más personas, o su ejército crecerá. Por lo poco que hemos podido
saber de los supervivientes a los ataques, se trata de una gran hueste
comandada por un nigromante, quien se muestra el primero y, divertido, insta a
correr mientras puedan a sus víctimas. Obviamente, se trata de una muestra de
poder, e intenta intimidarnos. Creemos que cuenta con todos los caídos en la
batalla de Yaghi tanto los que eran de nuestro bando como los enemigos, por los
restos de armaduras que quedan y que los aldeanos que pudieron escapar han
podido identificar. En la capital ya están tomando medidas y preparando lo más
rápido que pueden a las tropas. Nuestra misión es escoltar a esta gente y
llevarlos a la seguridad de la ciudad. Cuento con todos ustedes para que la
evacuación sea lo más rápida y efectiva posible. ¿Alguna pregunta?
Los interpelados se miraron entre
sí, confusos y a la vez decididos. No entendían muy bien lo que estaba pasando,
pero no iban a dejar que ello les ralentizase. No habían oído hablar de
no-muertos más que en las leyendas y cuentos, y en los relatos sobre los
practicantes de magias oscuras de tierras lejanas, ¿pero alguien tratando con
esas fuerzas allí? No era para nada algo usual. Sin embargo, sus superiores
tenían todo controlado, y si hablaban de zombis, era que se trataba de muertos
vivientes sin duda.
—Comandante, ¿a cuánto se encuentra
el enemigo? -preguntó uno.
—Calculamos que a unas horas de
aquí, pasarán por delante de esta aldea al amanecer seguramente. Llegará el
destacamento de exploradores en un par de horas, ellos recabarán toda la
información que puedan mientras su equipo de apoyo llega, por si hiciera falta
enfrentar al enemigo por haberse adelantado a nuestras estimaciones y comprarle
tiempo al cuerpo principal. Espero que no haya que llegar a eso.
El hombre se deshizo del manto gris
que llevaba sobre los hombros, pues le dificultaría en la tarea que se
presentaba ante él. Debía llegar a su cabaña en el bosque cuanto antes, y no
necesitaba cosas que le supusiesen un impedimento. Mientras corría entre la
maleza, la ira y el pesar se hacían dueños de su cuerpo lentamente, según los
recuerdos de toda una vida desfilaban por su mente.
Treinta años atrás, se le había
conocido con el titulo de Comandante Glairus Aper, un destacado militar que
había entrado en el reino cuando contaba diez inviernos junto con otros
inmigrantes, acompañado de sus padres, que querían lo mejor para su hijo y su
bebé y buscaban una tierra de paz. En cuanto fue mayor de edad, quiso proteger
a sus convecinos y se alistó en la guardia local. Allí, destacó en el uso de
cualquier arma a la vez que demostraba buenas dotes para la estrategia. Cuando
consiguió defender su pequeña aldea del asalto de unos bandidos que habían
entrado en el reino cruzando las fronteras montañosas, no tan bien defendidas
como deberían estar, con un puñado de hombres frente a un número muy superior,
su nombre llegó a oídos del rey, quien le ofreció un puesto entre los mandos
del ejército. A base de victorias en escaramuzas con bandidos y ejércitos
enemigos, así como la mejora, gracias a su entrenamiento, de los soldados de su
unidad tanto en estrategia y modo de combate como en sus equipos, llegó al
rango de Comandante, a un paso de convertirse en General. Contando su
cuadragésimo cumpleaños, se produjo el incidente que cambiaría su vida: unos
nobles del oeste, indignados porque se rindiese culto a Kurf’n en el funeral
del rey, se sublevaron y marchaban hacia la capital, arrasando con todo a su
paso.
Él, como extranjero que era, había
encontrado extraño al principio el culto a esa deidad, pero a medida que fue
creciendo se convirtió en un creyente más, principalmente porque su carrera,
como la de cualquier otro soldado, se había desarrollado íntimamente
relacionada con el ámbito de dicha divinidad. Le producía gran dolor tener que
enfrentarse a sus compatriotas, los que le habían acogido con tan buen corazón,
pero si las órdenes le eran dadas, habría que obedecer. Conocía de sobra los
impulsos egoístas de esa casta, pues sus padres habían sufrido las
consecuencias de vivir en una república corrupta por los sobornos y la ambición
de los más poderosos, en la que las gentes humildes malvivían como podían para
poder sobrevivir. Fue el nacimiento de su segundo hijo lo que les llevó a
buscar un lugar mejor para poder crecer, aunque eso supusiese convertirse en
súbditos de una corona de un país lejano. En cuanto a esta sublevación, no veía
más que ambición disfrazada en ese casus
belli, pues nunca antes había supuesto un problema tan grave y se habían
visto junto a los ejércitos que marchaban hacia la capital compañías
mercenarias formadas por gentes de otras naciones, así que seguramente los
enemigos del reino estuviesen detrás de todo el asunto, dedujo, pues reconocía
los blasones y símbolos de los que hablaban los exploradores. Y no era esa la
única noticia que traían.
Se le encargó a él escoltar con su
unidad a una partida de exploradores y proteger a un grupo de soldados que se
estaban encargando de construir un pequeño campamento provisional a modo de
puesto de vigía multifunción en una llanura pasadas unas cuantas aldeas: tanto
serviría para mandar mensajes como para mantener una guarnición que defendiese
esa zona de ser necesario como apoyo a la guardia de esas poblaciones o para
realizar cualquier otra tarea. A los pocos días de llegar allí, sus soldados
seguían animados, realizando bromas sobre cómo mandarían a aquellos nobles de
vuelta a sus casas a llorar a sus madres o lo rápido que sería aquello en
cuanto el poderoso Kurf’n les hiciese probar el sabor de su filo en sus pieles.
El comandante no tenía tantas ganas de luchar, y solía amonestar a sus
subordinados diciéndoles que no se dejasen llevar por su furor e infravalorar a
su enemigo, pero no podía hacer nada contra el ímpetu de aquellos que estaban
en la primavera de la juventud, y le recordaban a él mismo recién alistado:
sabía que al final, trabajarían tan bien como lo habían hecho, pues su unidad
había acabado siendo uno de los equipos de élite, a quien confiaban trabajos
importantes. El nuevo rey confiaba en él para esa tarea, y él estaba más que honrado
de cumplir sus órdenes: había crecido para convertirse en una figura mejor que
su padre, cercana con las necesidades del pueblo, de gran intelecto y humor y
con una mente abierta a nuevas ideas que, le constaba, harían avanzar a su
nación, no como su padre, tan pegado a su capilla y a su consejo que había
acabado por no hacer nunca nada más que rezar y dejar que los miembros de la
corte hiciesen el trabajo por él.
Supieron de la cercanía del enemigo
demasiado tarde: mandaron un mensajero lo más rápido que pudieron, pero no
sabían si llegarían las tropas, que ya estaban en camino a tiempo. Tendrían que
luchar allí, pues la retirada no era una opción: un tenerino nunca se rinde a
la hora de proteger a los suyos y no daba tiempo a evacuar las aldeas cercanas.
El comandante no tuvo más remedio que ordenar los preparativos para el combate,
y arengar a las tropas a luchar lo mejor que pudieran pues el precio de la
derrota era muy alto: habían sabido que aquellos infelices que vivían en las
aldeas por las que había pasado el enemigo habían muerto mutilados y torturados
de formas atroces, para dejar constancia de que un dios del sufrimiento que
fuese benévolo no los habría dejado morir de semejante forma, o dado que tanto
lo amaban, que muriesen envueltos en su esencia. Contaban a su favor que una
buena parte del ejército enemigo estaba desmoralizada por unas fiebres que
habían sufrido, pero seguían superándoles por diez a uno. La batalla comenzaría
al salir el sol.
“Un rojo amanecer para un día
teñido del rojo de la sangre.”, pensó. Debía darse prisa, no dejaría que ese
monstruo llegase a las aldeas que en su día había protegido, y menos guiando a
sus chicos contra los compatriotas que habían jurado proteger, eso no se lo
perdonaba a ese nigromante. Se enfrentaría a su furia. “Vaya si lo hará” dijo
una voz.
En el batallón de reconocimiento,
reina el ajetreo. Los soldados se afanan en colocarse en formación para
intentar refrenar en la medida de lo posible el avance de un enemigo incansable
al que sólo frenará su completa aniquilación. La muerte del nigromante también
valdría, pero haría falta llegar hasta él, pasando a través de su horda. Los
arqueros tampoco eran una opción, pues el hábil mago se había procurado
defensas contra ellos. La única forma de acabar con él sería cuerpo a cuerpo, y
si alguien consiguiese llegar hasta donde estaba, sus soldados carentes de
voluntad se lanzarían como un enjambre sobre el infeliz. De todo esto eran
conscientes en el campamento, y aún así no vacilarían al intentarlo. Treinta años
atrás había ocurrido algo similar, pero la ocasión que estaban viviendo no era ni
parecida a aquella: ¿cómo te enfrentas a un enemigo que no teme por su
existencia, que no sucumbe al dolor de las heridas, ni sufre desgaste por sus
esfuerzos, cuando tú si lo haces? Con valentía y honor, se decían. También con
habilidad y voluntad, y habían crecido con gran cantidad de esas cuatro cosas,
educados desde niños.
Dos soldados, ya en sus puestos en
primera fila, pasan los que podrían ser sus últimos momentos de diferente
manera. Uno dedica unas plegarias a los Benditos para que protejan a su familia
por si él no pudiese estar ahí para hacerlo mientras el otro recita los versos
de una de las canciones que se compusieron a raíz de los sucesos ocurridos
décadas atrás. Cuando estaba llegando al final de la historia, el otro le
interrumpió.
— ¡No
va a venir ningún héroe a salvarnos! ¡La vida no es como las canciones!
— ¿Sí?
Pues tampoco veo a los Supremos danzando por aquí dándonos armas mágicas
precisamente...
— Menos
mal que somos amigos, o te hacía tragar esa blasfemia. Por pensamientos como
ése es por lo que ocurrió la batalla en que se encumbró a ese héroe que tanto
idolatras.
— ¿Héroe?
Su obra fue digna de un ser superior. Seguro que ahora se sienta entre las
divinidades.
— Sí,
bueno, tú cree lo que quieras. Supongo que es otra cuestión de fe como
cualquier otra. Pero yo no lo creo así. Debes ser más racional.
— Racional,
dice. Dejémoslo, ya no podemos bajar la guardia. Ya se les ve a lo lejos. Buena
suerte. Sobrevive,
— Buena
suerte, que sobrevivas tú también. Que el poderoso Kurf’n nos guíe.
El
nigromante reía en un palanquín protegido mágicamente de cualquier proyectil
que pudiera alcanzarlo transportado por cuatro zombies que había seleccionado
para ello. Necesitaba ser llevado porque cuanto más se acercaban a la capital,
más se resistía su control sobre los que habían sido soldados leales a Murenia,
sobre todo el de los exploradores que no consiguieron escapar después de
espiarle y que eran su más reciente adquisición: debido al hechizo en
particular que había usado, podía decidir cuán fuerte era el lazo que le unía
con los zombis, de modo que gastase más o menos energía y voluntad el
controlarlos. Algunos no oponían casi resistencia, aquellos que habían sido más
manipulables y pusilánimes en vida, pero otros luchaban con fiereza por
recobrar el control de su difunto cuerpo. “Quién iba a pensar que llegaría el
día en que los habitantes de esta tierra se arrepentirían de usar un método de
enterramiento que dejase tan bien conservados los cadáveres”, pensó.
—Eh,
tú, mi general. No tengáis piedad con los tenerinos. Cuando conquiste todo,
puede que corte el lazo y os libere en una vida de no-muerte eterna, en la que
podréis ser terratenientes y señores de otros por siempre. Por eso te elegí a
ti, capitán de una compañía mercenaria que no tenía más interés en esta guerra
que el oro que pagaban los enemigos de Teneria, porque sabía que serías alguien
práctico. ¿Me equivocaba?
Un
seco “No” salió de la garganta del interpelado.
—Qué
soso eres. Ah, la magia, qué gran misterio, ¿no es así? Capaz de prodigios
increíbles, como que los muertos vuelvan a andar, o hablar, que sería aún más
impensable. Y no sólo gruñidos. Venga, cuéntame algo. Demuestra ese poder del
que hablo.
—
¿Y qué queréis que os relate, señor? ¿Aventuras en lugares lejanos? ¿Mi vida?
¿La vida de otros? ¿Si me importa algo lo que podáis querer?
—Quizás
te haya juzgado mal. Sin embargo, la oferta sigue en pie. Masacradlos y punto
—dijo apartando la mirada con evidente fastidio al ver que le había salido la
jugada al revés. Podría forzar su voluntad, pero no tenía tanto interés en el
asunto como para invertir la energía necesaria.
Ya
podía ver las filas enemigas cuando algo llamó su atención en un costado de lo
que iba a ser el campo de batalla. La suya y la de su ejército de muertos. Y
también la de los soldados en su campamento, esperando un letal embate por
llegar.
Glairus
Aper no era alguien famoso por rendirse. Con sus acciones años atrás había
intentado comprar tiempo para el reinado de un príncipe quizás demasiado joven
pero que prometía mucho, como el tiempo demostró. Con su sangrienta obra había
conseguido ese tiempo, pero a un precio muy alto. “Y tanto.”, susurró una voz
en su cabeza. Se habían compuesto canciones sobre aquél fatídico día, en que la
rebelión tocó a su fin, al perderse la ventaja que tenía y desmoralizarse
completamente la tropa. Y todo por un hombre. Él. Un hombre de leyenda. Alguien
a quien las canciones cantan sin motivo, en su opinión, pues lo que él hizo no
fue honorable. Los recuerdos le volvían tan vívidos como si la batalla hubiera
sido el día anterior. Si lo pensaba, sabía muy bien por qué ese dolor volvía
tan rápidamente. Vivía con él. Literalmente.
El
choque de los ejércitos fue brutal. La sangre se derramaba por doquier mientras
la tropa enemiga, mucho más numerosa asediaba por diversión, más que por
necesidad, el pequeño campamento que los soldados enviados desde Murenia habían
fortificado a toda prisa. Estos se defendían como podían, pero con éxito. No
era de extrañar, pues se trataba de una tropa de élite del más alto rango. La
proporción era muy superior, pero ellos aguantaban, hasta que los enemigos se
retiraron del alcance de sus defensas, y prepararon un ataque mucho más
concienzudo y suicida contra los muros, intentando derribarlos aunque fuese a
cabezazos. Los infelices que no pertenecían a la tropa de Aper, aquellos con un
entrenamiento diferente y menor, eran los que más fácilmente caían, aunque se
defendían bien, y se llevaban a alguien consigo. Cuántos familiares llorarían
todas aquellas muertes. No habrían de envidiar la cantidad de lágrimas
derramadas al volumen de sangre que ese día absorbió el suelo.
Pues
llegó un momento en que hubo que cambiar la formación al irrumpir el enemigo en
el pequeño fuerte, rotas las empalizadas, y en que Aper se vio obligado a sacar
toda su experiencia táctica: todos colocados juntando espalda contra espalda en
un círculo defensivo, para evitar darse unos a otros y protegerse lo mejor
posible. Si alguien tropezaba o se alejaba aunque fuese un poco, los demás
instintivamente iban a buscarlo y
cubrirle. La hora de la gloria personal había acabado. Ya no había risas ni
bravuconadas. La supervivencia estaba en juego. Todo lo que su comandante les
había enseñado lo tenían interiorizado de forma que fuese natural, y todos,
éste incluido, se movían como uno solo. Estaba muy orgulloso de sus alumnos y
alumnas. Se le partía el corazón cada vez que uno caía, aunque se llevase a
tres consigo. Era una pérdida demasiado grande. Cada vez que esto ocurría,
todos reaccionaban, y entre lágrimas, empapados en la sangre de enemigos y
aliados, asestaban las mortales estocadas que otorgaban el vano consuelo de la
venganza a sus maltrechos sentimientos.
El
momento más traumático ocurrió cuando ya casi no quedaban de sus chicos, y dos,
los más problemáticos, fueron alcanzados: uno por una jabalina salida de no se
sabía dónde y la otra por el hacha de un mercenario extranjero. Los dos que más
problemas le habían dado, con quienes más rencillas había habido, aquellos con
los que del roce había surgido el cariño y eran como los hijos que nunca tuvo.
Anarl y Yuven, quienes le habían pedido que fuese su testigo en una boda que
había de tener lugar sólo un mes después, desaparecidos para siempre en un
abrir y cerrar de ojos, todo por la codicia de unos pocos. Un sonoro “NO”
retumbó en el aire al verlos heridos Aper, y corrió hacia ellos. Estos,
desembarazándose de sus enemigos, se giraron hacia él y le gritaron: “¡Huya,
Comandante, sálvese, y viva para entrenar a más como nosotros!”. Este ya no
sentía más: había perdido a su unidad, muertos o moribundos todos. No había
mayor deshonor ni mayor fracaso. Ciego por la ira y la sed de venganza,
arremetió contra los enemigos que tenía enfrente, quienes clavaron sus picas en
él. Retorcido, sangrando por varias partes y forzado a mantener una determinada
posición era el estado del último hombre en pie de su bando, aunque muy
maltrecho y en sus horas finales. Sus últimos pensamientos iban dirigidos a la
tropa y a todo el pueblo tenerino, que no había sabido defender, así como al
dios que adoptó como suyo tras mudarse a aquél lugar: “Kurf’n, el Poderoso. El
Sanguinario. Dador de vida. Señor del sufrimiento. Protege a aquellos que yo no
he podido. Ojalá yo tuviera la fuerza y el poder para que esto hubiese acabado
de otra manera. Defenderlos a todos. Pero era imposible, demasiados contra
nosotros. Espero que el nuevo príncipe lleve a la dinastía Lebila a una nueva
edad de oro en la historia, como intenté proteger. Dale la oportunidad. El
cambio es bueno. Dame la fuerza para llevarme a alguno conmigo y hacérselo más
fácil a Teneria. Mi hogar.”
Mientras
intentaba enderezarse, volvió a caer. Se quitó como pudo del cuerpo los trozos de
madera que le habían clavado, ante las risas de júbilo por la victoria de los
pocos enemigos que quedaban. Habían sufrido un importante número de bajas
contra un enemigo mucho menor, pero no les importaba. Habían sufrido
deserciones, pero daba igual. La batalla era suya, y podían reírse del capitán
enemigo, quien luchaba inútilmente por ponerse en pie. “Mis chicos, mis pobres
chicos. Os traje a vuestra muerte. Ojalá pudiera vengaros y hacerles sufrir”.
Un puntapié de un enemigo, ebrio de victoria, puso en una rodilla al
Comandante, quien ya no tenía a quién comandar, ya en pie y que se esforzaba
por mantenerse así, lo que provocó la carcajada general, riéndole la gracia al
agresor.
“Deseo
concedido.”
—Lo
siguiente que vi fue cómo ese general o lo que fuese sacaba la fuerza para
robarle a Trugh el hacha que colgaba de su cinturón y cortar su cuello, lo que
hizo que se ahogara en su propia sangre. Nos quedamos todos helados. No era
posible que tuviese las fuerzas para moverse tan rápido como para haber hecho
eso, y aún así lo habíamos visto todos. Y Trugh fue el primero, pero no el
último. Después Lanc, decapitado por el hacha de Trugh sin haber tenido tiempo
de reaccionar. Myallnar intentó poner su lanza entre sí y el otro, sólo para
acabar sin media lanza, la mano que la empuñaba, y un hacha hundida en su
pecho. Al siguiente, que se arrojó sobre él espada en mano, lo esquivó y lo
tiró al suelo para coger su arma y aplastarle el cuello con su bota. Era un
castigo divino. Estoy seguro. Tenía que serlo. Nadie que hubiese estado tan
dañado podría haber hecho eso. ¡POR LOS OCHO! ¡Habíamos ganado! Y de repente,
aquél loco, aquél monstruo nos daba caza uno por uno, esquivando todo y a
todos. Una lanza se convierte en un macabro adorno facial de uno de los nuestros. Una espada atravesando una cota de malla. Rodillas rotas
y decapitación. Una jabalina que atraviesa una coraza a la altura del pezón y
sale por la axila. Tripas desparramadas por el suelo, en una cruenta orgía de dolor y muerte. Sangre por todas partes. Uno tras otro van cayendo a los pies de semejante monstruo. Si sus ropas
habían sido de otro color no lo recuerdo: ahora eran negras con tonos rojos,
empapadas. Lo peor era su cara: una visión terrible, como si mezclases la
expresión de sufrimiento de los moribundos, las parturientas, los accidentados y las madres
llorando por sus hijos, como las que estarían lamentándose por los que
estuvimos en esa batalla, y el gusto de los masoquistas y los sádicos. Tuve que hacerme el muerto, o no estaría aquí para
contarlo. Otros intentaron huir. Pocos lo consiguieron. Y no podías luchar con
él. Cuando lo herían, simplemente soltaba un gruñido, no estaba claro si de
dolor, placer, o ambas cosas, y seguía destruyéndonos, sin que nada lo parase.
Ya ni sangraba. No había nada que hacer.
—Papá,
se lo has contado a medio pueblo. Y yo tampoco te creo.
—Hijo,
se perdió esa guerra porque toda la ventaja que teníamos y la esperanza se
esfumaron con la idea de enfrentar a un monstruo así igualados en número y con
muchos enfermos. No volvió a saberse de él, y espero que sea mejor así. Quién
sabe lo que habrá pasado con él.
—Nada.
Porque no ha ocurrido. Sólo son excusas de cobardes, como dicen todos, y por tu
culpa nadie quiere tratar con nosotros y nos desprecian. Muchas gracias.
—No
habrías podido nacer, entonces —respondió dolido, pero con infinito amor.
—Mejor
habría sido.
Aper
avanzaba con su vieja armadura a lomos de un caballo, cabalgando hacia la masa
de no-muertos. Cuando ya estuvo lo suficientemente cerca, desmontó e hizo huir
a su montura. A partir de ahí estaba solo. “Casi”, le recordó una voz. La misma
con la que había convivido treinta años desde aquel momento de furia y rabia en
que se convirtió en el avatar de una deidad. El avatar de Kurf’n, buscando cobrarse
venganza sobre aquellos que masacraban a sus fieles. O al menos eso es lo que
le había dicho. Gracias a su poder en ese momento se convirtió en una máquina
refinada y perfectamente calibrada, sólo diseñada para la destrucción. De esa
forma milagrosa acabó aniquilando al ejército enemigo, del que quedaron
únicamente algunos desertores para los que estaba demasiado cansado para
perseguir. Desde entonces había vivido
con la única compañía del dios, bajando de vez en cuando a algún pueblo por no
perder del todo el contacto con los humanos, enterándose por boca de ellos, y
no de forma sobrenatural. Había llegado a convertirse en su único amigo. Ahora,
no permitiría que más soldados tenernos muriesen. Sería una batalla interminable,
pero sería él el que pusiese fin a todo ese conflicto. Las consecuencias de su
error serían subsanadas por él, y nadie más sufriría por ello.
Cuando
le vieron, todos aquellos que habían muerto a sus manos se volvieron como
locos, luchando contra el dominio del nigromante. Éste, contrariado a la vez
que encantado con la situación se dirigió a su ejército:
—Así
que al final el viejo no mentía, ese hombre os mató a todos... Qué
desafortunado... En fin, si tanto queréis su cabeza, id a por ella. Os libero,
Traedme al héroe legendario, veamos si puede hacer todo eso que cantan las
canciones. Muerto, o muerto.
Llenos
de algo similar a una mezcla de felicidad, ira y agradecimiento, si es que
podían sentir algo, los zombis cargaron hacia donde se hallaba Aper, ansiosos,
en caso de que el término sea aplicable, por vengarse del que les había quitado
la vida tantos años atrás. Aquellos que en su día habían sido leales a él aún
continuaban en formación, pues el nigromante no podía arriesgarse a que se
volviesen contra él, pero luchaban con todas sus fuerzas por liberarse de su
control, La reacción del Comandante no se hizo esperar.
—
¡Venid! ¡Venid, malditos! ¡Redimiré el fracaso de mi pasado y volveré entre los
míos! ¡Ya os maté una vez, no veo por qué no habría de hacerlo otra! ¡Veamos si
aquellos que ya no sienten pueden volver a probar el dolor! ¡Encontraré la
manera!
“Me
gusta cómo piensas, ¡ése es el espíritu! De esta batalla y de nosotros se hablará durante siglos... Ah, la adoración... Una pena que no vayas a ver más, al menos no por el momento: te hablo a ti, curioso mirón, aprovechando esta entrada a mi mundo. Tendrás que esperar a que me apetezca revelarte más a través de este canal. Y no lo hace. Sin embargo, en mi benevolencia, te dejo una impresión de algo ocurrido, para tu disfrute. Nos vemos..."
Un
joven y ambicioso mago resentido con el mundo entra en una sección de la
biblioteca de su colegio de magos buscando conocimientos prohibidos para todo
aquel que no tenga la suficiente valía moral y respeto por la vida, aquellos
generalmente más interesados en el tipo de artes de las que se les intenta
privar. Cuando por fin supera las barreras mágicas que protegen el lugar y
aquello que busca, suelta un suspiro de alivio. Por fin conseguía lo que
buscaba. Ahora sólo queda conseguir el poder necesario para realizar sus
planes. ¿Pero cómo podría...
—Creo
que yo tengo lo que buscas... —dijo un encapuchado oculto entre las sombras al
que no había detectado hasta el momento, como si acabase de llegar, aunque el
joven estaba seguro de que se habría dado cuenta—. ¿Conoces las canciones sobre
Glairus Aper y la Batalla Imposible? Yo estuve involucrado. Ven conmigo y
hablemos sobre ese poder que tanto buscas, no es la primera vez que concedo
algo similar...
El
joven mago siguió al desconocido, que esbozaba una perversa mueca, como un niño
travieso que trama un retorcido plan, a un fáustico pacto que habría de
hacer rememorar a una región lejos de allí un gran... sufrimiento.
Proyecto Neminis Terra: Reivindicando Blogger
Anterior Relato: http://donde-nadie-va.blogspot.com.es/
Próximo Relato: http://catondeelder.blogspot.com.es/
Holaa ^^
ResponderEliminarAcabo de encontrar tu blog, y me quedo porque me gusta mucho.
También te invito a que te pases por mi blog y seguirlo si te gusta.
Saludos del coleccionista :)
Hola Alejandro, me encanta que hayas descubierto mi hogar y que te haya gustado, pues ése era uno de los objetivos del proyecto. Te recomiendo cualquiera de los blogs afiliados al mismo. En cuanto tenga suficiente tiempo le echaré un ojo. ¡Ánimo!
EliminarLocos saludos de mi parte.
Semejante hechizo sólo podría ser obra de mi mago favorito. Enhorabuena: tus letras me vuelven loca (¿tal vez cósmica?).
ResponderEliminarUn abrazo salado,
海♡
Muchas gracias por tu comentario, Sam. Espero seguir obrando mi magia y que te siga deleitando así.
EliminarUn abrazo alocado.
Me hago fan, muy pero que muy fan del relato. Deberías seguir. Es más, deberías dejar todo lo que estés haciendo ahora mismo y ponerte a escribir.
ResponderEliminarPor aquí se te echa de menos...
Un abrazo! <3
Muchas gracias, querida Clavecinista! Es probable que aproveche las numerosas medias horas de viajes de este curso para esbozar entradas, así que permaneced atentos ;)
EliminarMás os echo yo.
Otro para ti.